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Falta de Atención y Psicoanálisis: Una Escucha Distinta

  • Foto del escritor: Miguel
    Miguel
  • 27 oct
  • 4 Min. de lectura
Una calle llena de luces y ruido, semejante al estado de la mente con el que el psicoanálisis puede trabajar.

Siempre se nos pide, casi se nos exige, esta atención incandescente, este foco quirúrgico sobre el presente y la tarea inmediata, como si la vida no fuera, en buena medida, un conjunto de digresiones, de cabos sueltos, de interrupciones que nos definen. Y es entonces, en medio de esta presión por la inmediatez —y por la eficacia, esa palabra tan hueca—, cuando uno empieza a notar esa constante, esa casi imperceptible pero tenaz sensación de estar disperso, de que el pensamiento se escapa como arena húmeda entre los dedos.


Cuesta horrores, uno lo sabe. Cuesta mantener la atención, iniciar la labor o, peor aún, darle fin, organizar el tiempo que siempre parece escurrirse por una invisible grieta. A esto, y es curioso cómo la jerga contemporánea necesita etiquetar cada bache del alma, se le llama "dificultad para concentrarse" o, con un latigazo de suficiencia, "impulsividad." Pero más allá del nombre que le pongamos al fantasma, lo que de verdad importa es la experiencia subjetiva, ese murmullo incesante que nos dice que algo no encaja. Y ese murmullo, por incómodo que sea, merece ser escuchado, ¿no es verdad?


La Conversación Imprevista: Un Antídoto Contra la Prisa


El psicoanálisis, claro, no tiene la menor intención de sumarse a la moda de los diagnósticos prestos ni de ofrecer esa ilusión tan americana de las soluciones veloces. Sería ridículo que lo hiciera. Su propuesta es mucho más modesta y, por ello, infinitamente más profunda: abrir un espacio —un tiempo robado a la prisa— donde aquello que nos interrumpe, nos distrae o nos desconcierta pueda ser dicho. Dicho con esa lentitud y esa minuciosidad que son el verdadero antídoto contra el juicio y la etiqueta.


Cuando el enfoque se convierte en una empresa quimérica, el yo se revela en sus incoherencias. Algunos lo sienten como una inquietud corporal, una necesidad de moverse, como si la silla quemara. Otros, como esa eterna, agotadora lucha entre lo que desean hacer —ese verdadero motor de la vida— y lo que, por una suerte de inercia o de chantaje social, "deberían" hacer. Es la sensación de la tarea a medio camino, de la idea que se esfuma, del aplazamiento de lo esencial. Lo importante, como siempre, es lo que se pospone.


Esto genera, a veces, una frustración que es casi una herida en el orgullo. Otras, una culpa sorda, persistente. Y siempre, o casi siempre, una tristeza sin nombre, una niebla emocional que no se sabe nombrar. Y mientras, se nos insta a encajar en esos moldes absurdos de la productividad. El esfuerzo, paradójicamente, solo multiplica el malestar.


Lo que los Psicoanalistas Preguntan y lo que la Prisa Silencia


¿Y si, me pregunto, el verdadero problema no es una cuestión de "funcionamiento defectuoso," sino la simple y llana ausencia de un lugar donde la palabra pudiera haberse depositado sin exigencias ni prisas?


Los psicoanalistas, en lugar de suponer una avería en el engranaje de la mente —esa idea tan burda—, invierten la pregunta. Su aproximación se basa en la profunda convicción de que en la aparente disfunción hay un sentido, una historia oculta que pugna por ser revelada:


  • ¿Qué trama, qué historia silenciada se esconde tras la dificultad para concentrarse?


  • ¿Qué intenta decirnos, o acaso ocultarnos, esa constante desconexión con el presente?


  • ¿Qué deseo —siempre el deseo, esa fuerza tan indomable— se está jugando en esa urgencia o en la distracción recurrente?


Este enfoque, sin ofrecer la falsa promesa de respuestas cerradas o de un manual de instrucciones para vivir, propone algo acaso más valioso: un espacio para que cada quien, a su ritmo lento y con sus propias palabras, descubra lo que de verdad le está pasando. La única manera honesta de saberlo es hablando.


El Zumbido Constante y el Lugar Propio


Vivimos en la era del zumbido perpetuo, de la hiperestimulación. El tiempo se ha fragmentado en clics y notificaciones. La atención, inevitablemente, se dispersa. Es sencillo, casi natural, sentir que uno se queda atrás, que "no rinde," que ha fallado en la ardua empresa de estar a la altura. Y en ese entorno de estrépito, la pregunta se vuelve obsesiva: ¿hay algo fundamentalmente mal en mí?


Pero quizá no se trate, en absoluto, de "arreglar" nada. Tal vez la única tarea sea comprender, con la misma meticulosidad con que se lee un buen libro, cómo cada individuo habita su tiempo, su deseo, su particular y única manera de estar en este mundo tan ruidoso.

No hace falta un diagnóstico rimbombante, ni siquiera una certeza, para sentir que algo se desajusta. Basta una inquietud, una incómoda recurrencia, esa pregunta que regresa cuando uno menos lo espera. El psicoanálisis ofrece ese reducto. Un lugar donde la atención no tiene por qué ser constante, ni la emoción ajustarse a una lógica lineal.


Si te sientes identificado con la dificultad para enfocarte, con el cansancio mental, con esa sensación de ir siempre detrás, quizás sea momento de hablar para empezar a entender desde dónde se vive eso —y hacia dónde puede transformarse.

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