Psicoanalistas y Artistas: Qué hacer cuando falta la inspiración
- Miguel

- 23 oct
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Actualizado: 24 oct

Permítaseme, antes de adentrarme en las cavilaciones sobre este fenómeno tan íntimo y a la vez tan público que es la creación, hacer una salvedad, casi una excusa: la actividad artística, en sus variadas y a veces irónicas manifestaciones —ya sea que uno se enrede con las palabras en la hoja, luche con los pigmentos sobre el lienzo, persiga una melodía inasible o planee un diseño—, es, en su médula más honda, un acto profundamente solitario, opaco e intrínseco. No se me escapa, por supuesto, la obviedad de que la obra terminada aspira al encuentro con el otro, a la mirada que juzga o se conmueve, pero su génesis, el momento en que la materia bruta se moldea, surge de un diálogo interno que es a menudo un monólogo.
Este diálogo, en ocasiones tan ruidoso como un mercado persa y otras tan silencioso como un cementerio al alba, se alimenta de una urdimbre compleja y a menudo invisible de emociones sedimentadas, de memorias que se han tornado espectrales, de deseos que han sido aplazados y de tensiones psíquicas cuya procedencia exacta nos resulta tan misteriosa como la vida después de la muerte. Es un acto de pura emergencia, una aparición que, al igual que los fantasmas o los grandes amores, se presenta sin previo aviso y, con la misma impredecibilidad y desdén, se esfuma un buen día. Uno se pregunta, con ese dejo de perplejidad que solo el artista conoce: ¿De dónde vino aquella voz y por qué ahora ha optado por el mutismo?
El Silencio como Grito: La Parálisis de la Voluntad Creadora
Y es en este punto donde la fatalidad se cierne sobre el creador. Aquello que, con una ligereza a veces cruel, se ha dado en llamar el “bloqueo creativo” no es otra cosa que la interrupción brusca de esa corriente, un atasco en el río subterráneo de la imaginación. Las ideas, antes caudalosas, se han secado hasta convertirse en un lecho de piedras áridas; la motivación, esa brújula interna que parecía infalible, se ha desorientado por completo; el impulso, que antes se sentía tan natural como respirar o traicionar, se ha evaporado.
En estos períodos de estasis, en esta asfixia del talento, resulta una grosería y una simplificación de una pobreza intelectual abrumadora reducir el padecimiento a una simple "falta de disciplina" o a la pueril espera de que "la musa regrese". El problema, el verdadero nudo gordiano, no reside en la maquinaria visible de la técnica, sino en el acceso a aquellos contenidos internos que, por alguna razón, han sido clausurados. Es como si el inconsciente hubiera decidido echarle el cerrojo a la caja fuerte de los significados, exigiendo que se cambie la clave, que se le dirija la palabra de un modo nuevo, que se le escuche con otra clase de atención. El arte se convierte en un imperativo fallido, una tarea de Sísifo condenada a la frustración perpetua.
El Psicoanálisis: Una Excavación en las Ruinas del Yo
Y es precisamente ante esta parálisis, ante el temblor de la página en blanco que desafía la voluntad, donde el psicoanálisis se alza no como una panacea, sino como un método de revelación único y profundamente incómodo. La intuición de Freud, la del explorador que ve en la obra de arte una vía privilegiada, casi regia, hacia las cámaras secretas del inconsciente —un conducto similar al que se abre en el sueño, pero ya transmutado, metabolizado en objeto estético—, sigue siendo de una vigencia ineludible. Sin embargo, cuando este canal se tapona, cuando el lenguaje del alma se vuelve balbuceo o, peor aún, silencio, el sufrimiento del artista adopta la forma de una reclusión, de una soledad agobiante.
El psicoanálisis no se presenta, no se equivoque el lector, con la arrogancia del ingeniero que busca "corregir" al creador o dictarle el modus operandi de su genio. Su función es radicalmente diferente, humilde y ambiciosa a la vez: ofrecer ese espacio de contención y de absoluta libertad de la palabra, un diván donde el creador puede deshacerse de la censura, aventurarse en la exploración temeraria de su geografía interna y, en el proceso, quizás, desenterrar nuevas formas de nombrar y de dotar de sentido a su propia existencia. Es una tarea de arqueología verbal.
El trabajo de la palabra, esa materia prima tan escurridiza y voluble, permite una aproximación paulatina, casi furtiva, a los conflictos primarios, a los deseos no confesados y a los fantasmas que, cual polillas atraídas por la luz, se manifiestan en la obra (la ya hecha, la que se niega a ser) o, con mayor dramatismo, se atrincheran detrás de la atronadora ausencia de obra. Es un juego de espejos donde la identidad del creador se pone en entredicho.
De la Traba al Punto de Partida: La Escucha del Silencio Creador
Cuando el acto de crear se vuelve una imposibilidad lacerante, los motivos son tan variados como las neurosis que nos aquejan: la cristalización de ideas que no encontraron su forma precisa y quedaron sepultadas bajo el peso del olvido; la exigencia interna desmedida, ese superyó tiránico que exige la perfección desde el primer trazo; el pánico soterrado al fracaso o, en un giro más sutilmente devastador, el terror al éxito y sus consecuencias; las idealizaciones insoportables que se tienen sobre el propio trabajo; y, por supuesto, las inseguridades que anidan en las profundidades del ser.
El propósito central del análisis no es dar con una única "causa" —tal búsqueda es a menudo una trampa intelectual—, sino abrir la resonancia para que el silencio creativo adquiera voz, para escuchar qué mensaje cifrado y urgente contiene esa parálisis. En el marco del diván, lo que a primera vista se presenta como una traba irresoluble se transmuta, por el mero hecho de ser nombrado sin juicio, en un punto de partida insospechado. El psicoanalista no hace que se cree, sino que facilita un marco distinto, una tierra franca donde aquello que estaba coagulado, reprimido por las fuerzas de la convención o del miedo, finalmente puede expresarse, y lo que parecía estancado —la voluntad, el deseo, la tinta— recobra un movimiento, aunque sea torpe e inicial.
La experiencia analítica, tal como la atestiguan numerosos artistas que se han aventurado en ella, no es un mero ajuste técnico, una purga de toxinas para volver a la faena. Es, más bien, un encuentro transformador con el inconsciente, un proceso que, al remover los estratos del yo, no solo permite franquear los momentos difíciles, sino que revitaliza el deseo en su fuente misma y habilita, de paso, nuevas y asombrosas maneras de mirar el mundo, de concebir el pensamiento y de ejecutar la obra.
No es mi intención, ni la de la disciplina, hacer del psicoanálisis una herramienta de la productividad capitalista. Nadie que acude al análisis busca convertirse en una "máquina más eficiente" de producir bienes culturales. Sin embargo, en un giro de la fortuna que parece casi alquímico, al encontrar por fin las palabras precisas para nombrar aquello que antes era solo una repetición estéril o una nebulosa confusa, se desbroza un sendero inesperado. Un sendero que, a menudo, es el verdadero y único camino hacia nuevas y fascinantes posibilidades creativas. Es la invención de un lenguaje nuevo, personal e intransferible.
Si el lector se encuentra, pues, ante esa encrucijada donde la creación se ha vuelto una carga pesada, si las ideas existen pero se niegan a tomar forma concreta, o si, simplemente, el artista en usted desea explorar la función íntima y esencial que su arte ocupa en el laberinto de su vida, le ofrezco la serena provocación de iniciar un proceso analítico. No se trata de la vana empresa de hallar todas las respuestas de inmediato, sino de la más noble y productiva de las tareas: la de empezar a formular las preguntas de un modo radicalmente diferente. Porque, permítame terminar con esta certeza, en el silencio denso y expectante del diván —ese espacio tan sagrado como el taller, el estudio o la página virgen—, también germinan, con paciencia y una tenaz obstinación, las semillas de lo nuevo.



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